importancia-del-sistema-familiar

Cada uno de nosotros crece y se desarrolla en un grupo de personas que interaccionan entre sí al que llamamos “familia”. Una familia es un sistema donde las acciones de cada uno de nosotros afectan a todos los demás miembros de manera directa y de formas más escondidas, más profundas. Una familia es una red compleja de relaciones, vínculos y sentimientos tales como el amor, la lealtad, el respeto, la ansiedad, la posesión, la identidad, la alegría, la culpa, la unión, la traición, la fidelidad y la solidaridad. Una constante ebullición de emociones y procesos psicológicos profundos, que unidos a los de los demás miembros del sistema, generan un río de dinámicas familiares complejas donde se establecen actitudes, percepciones y relaciones interpersonales determinadas dentro y fuera del núcleo familiar.

Como en cualquier río, lo que se ve en la superficie es sólo lo obvio, lo evidente, lo que está a la luz, pero en la profundidad es donde se encuentran las verdaderas fuerzas que mueven al río, es decir; es donde se encuentran los engranes inconscientes y poderosos que mueven toda la complejidad de una dinámica familiar.

Cuando somos niños, nuestro sistema familiar representa toda nuestra realidad y nuestro punto de referencia. Aprendemos a tomar decisiones con base en lo que nuestro sistema familiar nos enseña a entender y percibir del mundo. Comprendemos al mundo a partir de lo experimentado en nuestra experiencia y todo esto, básicamente lo aprendemos de nuestros padres. Nos guste o no, nos terminamos pareciendo tanto físicamente como emocionalmente a las personas con las cuales crecimos. Es imposible no repetir lo que aprendimos, aunque sea doloroso o disfuncional. Todos al final del día repetimos lo que inconscientemente aprendimos, replicamos la manera de enfrentar nuestros conflictos y saciar nuestras necesidades, tanto físicas como emocionales.

Para la formación de una familia, la naturaleza siempre hace que se atraigan seres de la misma especie; por ejemplo: siempre vamos a encontrar a un conejo con otro conejo; es decir, nunca vamos a encontrar a un conejo que se relacione en pareja, con un mapache o con una jirafa. Lo mismo sucede con los seres humanos. Una persona se relaciona en pareja con alguien que tiene, más o menos, su mismo nivel de autoestima, de comunicación, de inteligencia y de salud emocional. “Un conejo está con otro conejo”, así que si los “conejos” son medianamente sanos, crearán una familia de “conejos” medianamente sana; pero si los “conejos” son enfermos emocionales, crearán una familia enferma de “conejos” con baja autoestima, sin capacidad de comunicarse emocionalmente, con miedo y con culpa.

Cuando somos niños, nuestros padres representan todo para nosotros. Literalmente nuestra estabilidad emocional depende de ellos al cien por ciento. Intuimos que sin ellos nos encontraremos solos, sin ningún tipo de cuidado, sin amor, viviendo un estado constante de miedo, desvalidos; somos totalmente conscientes que dependemos de ellos, pues son los proveedores de todo lo que necesitamos.

El depender de nuestros padres al comienzo de la vida es algo inevitable. Los que tienen la fortuna de tener padres relativamente sanos, tendrán la oportunidad de ir formando una adecuada autoestima, un auto concepto de valía y seguridad. Aprenderán a tener claridad en lo que se espera de ellos y de cierta manera, podrán anticiparse a las reacciones emocionales que tendrán sus acciones en sus padres y en el mundo. Podrán aprender a confiar en sí mismos y en los demás, y sobre todo, se sentirán valiosos y dignos de buscar y alcanzar la felicidad.

La realidad es que los padres no son perfectos y muchas veces se equivocan generando dolor a los hijos. Ser un buen padre nunca implicará ser un padre perfecto, al contrario, sin embargo, el rol más importante de un padre es el proveer de seguridad, amor y cuidado a un hijo. Un padre sano se equivoca, pero asume su error y sabe pedir perdón. Un padre nutritivo entiende que mostrar su equivocación no es más que un acto de amor y lo resarce de manera natural, así, el hijo aprende a que equivocarse es algo cotidiano y aprende a perdonar y a perdonarse. No importa cuán enojado, frustrado o triste se encuentre, un padre necesita proveer seguridad y amor. Ese es el rol que decidió asumir y es lo que necesita hacer: proveer seguridad y amor incondicionales, aunque muchas veces esto implique poner límites firmes y claros. Así, un padre sano se equivoca y a veces comete ciertos abusos tanto físicos como verbales sobre su hijo, sin embargo, existe siempre en él un patrón de búsqueda de seguridad, amor y bienestar hacia su hijo, aunque esté matizado con fallas. Un padre sano es simplemente un ser humano, falible, tratando de formar en amor y valores a un hijo.

Los seres humanos cometemos fallas, ya que estamos hechos para eso, para cometer errores y aprender de ellos y por supuesto que también encontramos fallas en nuestros progenitores. Al igual que nosotros están buscando la armonía, aunque no sepan como alcanzarla.

La seguridad hacia los hijos no recae en “justificar o negar” los errores de los padres, o bien, evitar las consecuencias de los errores de los hijos. La seguridad recae en que el padre muestre lo que está sintiendo, sin negarlo y asumir consecuencias si se necesitan. Así, es importante que un hijo conozca los sentimientos de sus padres, sea cuales sean, y aprenda que en la vida siempre existen consecuencias; así aprenderá a expresar los propios sentimientos y asumir las consecuencias de sus acciones.

El arte de ser un padre funcional empieza en aprender a mostrar los propios sentimientos de manera abierta, sana y honesta.

Un padre sano nunca desquita su enojo o su frustración con sus hijos y deja claro siempre que el amor no está condicionado a ningún estado de ánimo ni a ninguna conducta. El amor es incondicional aunque existan errores por parte de los hijos y los estados de ánimo fluctúen en la familia.

Los que no tuvimos la fortuna de crecer en una familia funcional (es decir, donde alguno o ambos de los padres es tóxico), tenemos un doble trabajo qué hacer para fortalecer la autoestima y sentirnos capaces de ser amados y respetados. Los que pertenecimos a una familia disfuncional, tenemos mayor probabilidad de tener conductas autodestructivas y de hacernos daño o lastimar a quienes amamos, ya que aprendimos que merecíamos ser constantemente castigados y rechazados. Aprendimos que el amor dependía de nuestro comportamiento y en muchos casos, nunca tuvimos claro lo que se esperaba de nosotros. Aprendimos que el amar era lastimar y sufrir, ignorar y rescatar, controlar y abusar. Por eso también tenemos mayor probabilidad de establecer dinámicas disfuncionales de relación interpersonal.

Aunque seremos totalmente responsables de nuestra vida en la edad adulta, la verdad es que de nuestra familia de origen dependerá nuestra capacidad para mantener relaciones sanas cuando crezcamos. En nuestra familia de origen aprendimos a relacionarnos, a enojarnos, a manipular, a manejar el conflicto, a defendernos y a generar un concepto de unión, lealtad y cohesión, a perdonar, a guardar resentimientos, a ser agresivos pasivos, a ser amorosos…

Al igual que los antiguos griegos vivían a merced de sus míticos dioses, los niños están a merced de sus padres; y como nadie los juzga, nadie los castiga, y nadie los controla, tienen el poder de tomar decisiones sobre sus hijos. Pero éstas no tienen que ser justas, no tienen que ser compasivas, no tienen que ser racionales, simplemente son impuestas por los padres, quienes tienen el control y el poder sobre ellos.

Los hijos, aprendemos a vivir bajo las reglas de nuestros padres y a recibir su legado, sea cual sea. Y ya que como hijos estamos bajo su mando, aprendemos a creer que ellos son perfectos y que “alcanzan a ver lo que nosotros no vemos”. Así, en la medida en que creemos que nuestros padres hacen lo correcto, que toman las decisiones adecuadas, y que saben lo que están haciendo (aunque nosotros no lo entendamos), nos sentimos protegidos.

No importa lo que hagan o dejen de hacer, lo justos o injustos que sean, lo sano o lo enfermo de su comunicación, la compasión o la rudeza con la que nos hablen, creemos fielmente que son perfectos; y si no fuera así, nos sentiríamos totalmente perdidos y sin rumbo. Por lo tanto, ellos lo hacen bien, ellos son buenos, y nuestro papel en la ecuación es asumir, sin cuestionar, las decisiones que toman. El depender de nuestros padres, al comienzo de la vida, es algo inevitable.

Hay una realidad: el niño es egocéntrico por naturaleza. Esto no significa que sea egoísta, sino que entiende que todo lo que sucede a su alrededor tiene que ver con él y con sus acciones; y es hasta los 7 años, cuando ya es capaz de desvincular lo que sucede en el mundo de sus propias acciones.

Entonces, en esta edad en que el niño piensa que todo está relacionado con él, se vive como responsable de todo lo que pasa cerca de su entorno. Por ejemplo: si el padre llega contento y de buen humor de trabajar, seguramente es porque “él se sacó una estrellita en el kinder”; y si llega de malas o enojado, seguramente es porque él “no se comió el espagueti, y lo escondió debajo del sillón”. Lo que sucede es que el pensamiento mágico del niño se mezcla con la realidad, y no es capaz de entender que los sentimientos de sus padres pueden estar vinculados a algo más que no sea su propio comportamiento. Y entonces, ¿qué sucede?, que al igual que los antiguos griegos, el niño busca todas las maneras posibles de tener contentos a sus “dioses”: a sus padres. Pero como éstos son inconsistentes en sus afectos, impredecibles e irracionales y presentan comportamientos erráticos, infantiles e impulsivos, convierten a su hijo en el blanco de sus agresiones, y les dan dobles mensajes en su comunicación; entonces, el niño se siente confundido, temeroso, inseguro, culpable y devaluado.

Por eso, cuando un hijo se desarrolla en una familia tóxica va limitando su capacidad de sentirse merecedor de amor y sobre todo, incapaz de brindarse a sí mismo y a los demás, seguridad y afecto incondicional.

Por eso, en este tipo de familias se desarrollan muestras de cariño disfuncionales, que lastiman y que provocan angustia. Cuando un hijo de padres tóxicos crece y repite los patrones que vivió en su infancia ya que es lo que aprendió. Busca desesperadamente ser amado y brindar amor, pero lo hace de la misma manera en la que fue herido; lastimándose a sí mismo y lastimando a los demás.

Cuando tuviste un padre tóxico, tiendes a establecer relaciones tóxicas en la adultez.

Nuestros padres nos enseñan a relacionarnos con el mundo, nos enseñan a sentirnos merecedores y dignos de ser amados, o bien, pueden enseñarnos a sentirnos fracasados y por lo tanto, merecedores de rechazo y dolor; es por eso que la relación de un padre con un hijo puede marcarlo negativamente de manera permanente en su edad adulta.

A grandes rasgos, esto es a lo que se refería Freud con la frase: “Infancia es destino”; ya que de nuestras primeras relaciones interpersonales dependerá la manera como nos relacionamos con el mundo. A partir de estas relaciones creamos creencias sobre nosotros mismos y el mundo, que nos acompañan durante toda una vida.

Como hijos somos indefensos y estamos bajo su mando, por lo que aprendemos a creer que ellos son perfectos y “alcanzan a ver lo que nosotros no vemos”. Así, en la medida que creemos que nuestros padres hacen lo correcto, que toman decisiones adecuadas, que saben lo que están haciendo, aunque nosotros no lo entendamos, nos sentimos protegidos. No importa lo que hagan o dejen de hacer, lo justos o injustos que sean, lo sana o lo enferma de su comunicación, la compasión o la rudeza con la que nos hablan, creemos fielmente que son perfectos y que somos responsables de sus respuestas. Si no fuera así, nos sentiríamos totalmente perdidos y sin rumbo. Por lo tanto, aprendemos que ellos lo hacen bien, que ellos son buenos y que nuestro papel en la ecuación es asumir sin cuestionar, las decisiones que toman.

Por eso, es tan importante que echemos un vistazo a nuestra familia de origen y entendamos que para tener relaciones sanas necesitamos aprender a reconocer aquello que aprendimos de niños y que tristemente nos aleja de la plenitud en la vida adulta. Solo la conciencia nos puede devolver la capacidad de alcanzar el amar en salud.